miércoles, 12 de agosto de 2015

Síndrome de Renfield

Pido mil disculpas a quien entre a este blog por el gran abandono que le tuve durante varios meses a las publicaciones. La universidad y la vida en general me han quitado bastante tiempo. Sin embargo, he estado escribiendo un cuento corto que espero publicar pronto por esta misma vía, mientras me tomé unas vacaciones de la mayoría de las cosas e hice de un solo "tirón" este mini relato. En honor a un personaje bastante pintoresco en la cultura literaria. El loco Renfield, paciente de un psiquiátrico en la novela Dracula. Espero les guste. 

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Si me diesen a elegir entre una gran variedad de licores de distinta procedencia y variado valor elegiría los más baratos, los más marginados y considerados primitivos. Aquellos donde la etiqueta no señale décadas de historia en la producción o se jacten de tener una prestigiosa marca con los apellidos más exóticos y despampanantes. Elegiría, repito, aquellos elixires donde se dude de la calidad de procedencia. Hechos a la antigua, con todavía los métodos tradicionales y con la fuerza característica de los licores bajos. Pesados, agrios, regañones y desprestigiados.

Yo soy el que soy desde que recuerdo. Cuando fui un niño y ahora cuando soy un hombre muchas cosas han cambiado y otras se han quedado. La esencia de lo que eres puede variar en tonos y ritmos, pero sigues siendo la misma canción. 

Prefiero los licores baratos más por cuestiones personales que económicas. Siento que estas sustancias pobres y marginadas van más apegadas a lo que soy dentro de mi corazón y mis tripas. Me gusta pensar que son más sinceros, más puros y dirigidos a personas que no tienen problemas en aceptarse con todo y demonios. 

Habiendo dejado claro cuáles son mis gustos por las bebidas, me gustaría pasar por los sólidos a los cuales les quiero brindar un especial momento de descripción. 

Soy un darwinista nato. Creo en la adaptación de los entes, soy fuerte como un vodka barato y he vivido más que la mitad de otros compañeros del pensamiento. A todos ellos los han encarcelado u ejecutado. Conocí a varios por cartas y otros por blogs secretos de la deep web. Nos reuníamos en salas en las cuales todos discutíamos de los más variados placeres gastronómicos. A todos nos gustaba el mismo principio básico a la hora de comer, sin subrayar en los matices preferenciales de otros. Concluíamos que los adelantos humanos al momento de nutrirse no eran para todos, al menos para nuestro club el comer carne muerta nos producía repulsión. La naturaleza nos ha diseñado para cazar y matar nuestras presas, no es concebible para mi y para otros el hecho de que te sirvan en un plato algo que yace sin vida..., preferíamos quitarles nosotros aquella luz de sus ojos con nuestros propios dientes. 

Por supuesto que ante otros que no comparten la ideología de la carne viva he guardado respetos y secreto. En mi niñez viví casi todo el tiempo en desnutrición, los momentos a solas eran dificilísimos, mis padres eran de los que vigilaban siempre y aquella primera vez que me descuidaron, aún caminando a complicados pasos me deslicé al jardín, el hambre ya había dejado de ser una sensación desesperante y se había vuelto una vieja compañera de todos los días, los gramajes verdes eran un ecosistema de vida, colores y sonidos, me senté entre toda aquella aglomeración de materias y esperé bajo el sol.

No pasó mucho cuando aquel niño en el jardín tuvo entre sus manos a un gran especimen blatodeo de desarrolladas partes. Atrapé no sin perseguir al escurridizo y rugoso insecto, mis manos eran tan pequeñas en ese entonces que apenas podían encapsular las patas y el cuerpo al mismo tiempo. Me mordió unas cuantas veces, las puntiagudas patas me lastimaban las palmas, y antes de soltarlo me dirigí las manos a mi rostro y metiéndome la cucaracha a la boca, cerré los labios y esperé a que se mojase completa con mi saliva. La sensación era excitante.

Podía sentir a la cucaracha corriendo por todas partes entre mis mejillas, mi vestíbulo, chocando contra mis dientes y resistiéndose al saboreo continuo de mi lengua. Cuando me cansé de su agonía, después de varios segundos la machaqué entre mis muelas una docena de veces y la tragué entera con todas sus partes.

Ese fue el inicio de mi verdadera relación con la comida. Apenas podía digerir lo que hacían en mi casa, mi consuelo por varios años fueron en los montes probando distintas cosas, todas vivas. Luego pasé a animales un tanto más grandes, algunos grillos, ranas y si podía cazar algún pájaro los dejaba morirse en mi estómago, porque apenas les arrancaba las partes todavía podían considerarse entes vivos. Y era esto la verdadera esencia de la alimentación.

Cuando tenía 12 años ya había probado ratas, conejos, gatos y un perro callejero que pude mantener unas semanas vivo en una casa abandonada cerca de donde vivo.

Fue fácil conseguir la comida para atraerlo hacia la casa y amarrarlo a una de las columnas que estaban en el interior. Lo difícil era sacar las excusas para salir todas las tardes de mi casa y volver casi al anochecer, no queriendo cenar y con las ropas sucias, con sangre, diciendo que me había caído de la bici unas que otras veces, pero sin mostrar las costras a mis padres, las cuales nunca tuve.

Dada la difícil tarea de atraer perros a lugares abandonados, me seguí conformando con ratas, sapos, ranas y en especiales ocasiones alguno que otro gato sin dueño. Los insectos los dejé como abreboca por su sabor dulzón y sus crujientes exoesqueletos.

Cuando cumplí la mayoría de edad y mis padres me mandaron a estudiar en la universidad tuve que sentarme a pensar en las posibilidades que me ofrecía el vivir solo en una residencia de soltero.

Me fue más fácil celebrar mis banquetes exóticos con casi cualquier organismo doméstico o salvaje en la privacidad de mi habitación. Claro que tuve que modificar la acústica de la misma, por suerte nunca nadie preguntó por ninguno de los sonidos extraños que seguramente se escuchaban en las noches. Algunos vecinos estaban demasiado ocupados en sus vidas cíclicas como para preguntarse sobre las actividades del estudiante, y con qué suerte había contado para que fuese de esa forma.

Luego de unos meses habiendo podido encontrar un equilibrio entre las responsabilidades del mundo normal y los privilegios de la vida privada de la cual tanto gozaba, una tarde luego de salir de clases conocí a una estudiante de mi propia ciencia en una de las tantas cafeterías de la universidad. Se llamaba Julia.

Julia era una joven que había ingresado en el nuevo listado de las carreras. Novata del campus me había preguntado dónde quedaban los laboratorios de histología, y como la cortesía siempre fue uno de los mejores valores heredados de mis padres, la acompañé con todo gusto hacia los mismos. Viendo que no era nada tímida y que más bien demostraba un curioso interés en la persona que la había acompañado hacia los salones donde debía recibir sus clases, le pedí el número y prometí escribirle, quizá podríamos compartir un café pronto y enseñarle un par de cosas sobre la universidad.

Esa noche estuve horas imaginando cómo comerme a Julia.

Dos días después estábamos tomándonos un café en el mismo sitio donde nos conocimos.

El fin de semana estábamos compartiendo un helado.

El siguiente una cena en un restaurante bonito. Y cuando nos despedimos pude besar sus labios por primera vez, tan carnosos y tan tiernos, quise arrancárselos apenas los sentí, pero luché contra mis impulsos y me dije que ya habría momento de probarlos.

Pasaron días normales en la universidad viendo a Julia todas las mañanas y mis músculos del cuello se tensaban por querer matarla. Muchas veces me preguntaba si me sentía enfermo, o si la constante dilatación de mis pupilas eran signos de deshidratación. No recuerdo qué excusas le dije, quizá alguna estupidez relacionada con lo bella que andaba, o que me ponía nervioso el hecho de que estuviese conmigo. Al final de clases le pedí que fuese el viernes a mi residencia para ver películas y cenar, aceptó encantada y luego de besarme, casi no podía evitar las ganas de llorar de felicidad. Al fin tendría un chance para matarla de una maldita vez entre mis dientes, ¡por fin!.

Preparé con muchos días de antelación la visita del viernes. Limpié todo y quedó como si la más excelsa mucama hubiese hecho el mejor de los trabajos en un lujoso hotel. Puse velas aromatizantes en el pequeño comedor, compré pinturas, tenía una sola silla para el comedor así que tuve que ingeniármelas para pedir un banco prestado a un vecino, que le prometí devolver al otro día. Pasé por la licorería y compré una vodka barata, como las que me gustan. Puse doble de cortinas a todas las ventanas, compré bolsas de basura, un paquete completo de docena. Me fiaba de los instrumentos de la universidad para el corte de las carnes, me vestí de traje y compré flores en el parque.

Cuando llegó, a eso del atardecer, una música diabólica sonaba en mi cabeza al escuchar su voz tintineante pronunciar mi nombre. Nos besamos y nos abrazamos - Aún no, aguanta, me dije -, le di las flores y su sonrisa acompañada del sonrojeo de sus mejillas me hizo lamerme los labios. Sonó el Road to Berlin de fondo y ambos estábamos aunque en la misma sala, con las mentes en planos totalmente distintos.

Le dije que esperase en la sala, que tenía que hacer algo en mi habitación. Entré y cerré la puerta, rápidamente me quité todas mis ropas y las colgué en el perchero del rincón, abrí las pinturas al frío y me unté el rojo  y el negro por distintas partes del cuerpo. Me aseguré más de una vez el cerrojo de las ventanas. Al frente de mi cama, hay un gran escaparate donde cuelgo mis ropas, de unos 2 metros de alto y unos 40 cm de profundidad, entré en él y cerré las puertas.

Dejé que pasaran los minutos, quizá 10 o 15 máximo, todo mi cuerpo temblaba y temía que ella pudiese escucharme desde la sala. Llamé a su nombre una vez.

No contestó.

Llamé a su nombre una segunda vez y ella me respondió desde la sala, podía entender su tono de espera, algo fastidiada, estaría tamborileando el mesón cada segundo que me separé hacia mi cuarto.

Llamé una tercera vez al "Julia", esta vez en forma de grito...

La escuché levantarse de mi única silla, y dirigirse hacia el cuarto, podía sentirla titubear ante la puerta, llamó a mi nombre, no contesté.

Pasaron 1 o 2 minutos. Ella llamó un par de veces más, yo no contesté ninguna. La escuché retroceder y tomar sus cosas. Mi corazón se estremeció y mis ojos se inyectaron con sangre. Pero volvió a llamarme y abrió la puerta, vio mi habitación semioscuras, era lo suficientemente grande como para invitarla a entrar, dio un paso, escuché mi nombre otra vez pero aunque hubiese querido contestar yo ya no era el mismo, por la rendija ínfima del escaparate podía verla entrar, su rostro no era el siempre sonriente sino había otro lleno de miedo y confusión. Tuve una erección en ese mismo momento. Se puso justo enfrente del escaparate, viendo hacia la negrura de la rendija por la cuál yo también la miraba. Hubo contacto de ojos, como la primera vez, pero aunque la canción era la misma había cambiado de tono.

- ¿Renfield?

Abrí el escaparate con toda mi fuerza y las puertas volaron hacia el extremo que pudieron dar las bisagras, di un salto y me abalancé sobre ella sin darle tiempo sobre el cual gritar, solo una mueca quedó de su rostro aquella noche, y antes de clavar mis dientes sobre su cuello y penetrar su carótida, vi mi reflejo en sus ojos, una imagen atroz para ella, una bestia desnuda a la cual creyó conocer, pintado sobre sus pieles y vuelto a lo primitivo, a lo cavernario, a la verdadera naturaleza, al verdadero artífice de su horror trayendo la muerte entre sus fauces.

Fue una lástima que Julia solo durase esa noche. El amasijo de carnes que quedaron solo sirvieron para llenar las bolsas que diligentemente pude desaparecer entre las horas desapercibidas. Me sirvo mi vodka barato, sencillo y tosco, que me recuerda lo que soy, lo que me gusta. Mi verdadera esencia.

El lunes fui a clases y casi no hubo nada especial que contar. A excepción de una linda chica que conocí en las fotocopias, se llama Ángela, y luego de sacarle conversación sobre las irreverencias de la vida universitaria me ha pasado su número de teléfono.

Hemos acordado un café.

Me estoy imaginando ahora mismo cómo matarla.