viernes, 30 de enero de 2015

La ninfa del metro.

(NOTA)

A) No es de terror.
B) El contexto no es originalmente mío. Vi algo mínimamente parecido en un filme de los 80 que no recuerdo el nombre. Solo la idea, el 93% de lo aquí escrito sí es mío.
C) Desde que me vino a la mente, no pude soltarlo hasta que decidí escribirlo. Perdonen si no es del agrado de uds, que han leído otras publicaciones mías de un género qué... no tiene nada que ver con esto.
D) Espero les guste.





Ah..., hace tanto tiempo.

Era tan joven que el acné me delataba la veintena, y las señoras el "muchas gracias, chico" cuando daba el puesto en el transporte público. Con los pantalones pasados de moda y la clásica camisa roja hecha arrugas, una felicidad infantil por el viento frío de los rarísimos días nublados, que son una anormalidad gozosa en los países de clima caliente.

Sobre mi hombro izquierdo iba mi sueter de batman. Desde la mañana supe que la lluvia se desparramaría sobre la ciudad, entonces tomé el abrigo de capucha del murciélago viendo con emoción que el astro rey daría tregua ante las nubes grises.

 En aquellos días de Octubre empezaban mis dolores de pecho producidos por el cansancio continuo de la universidad, sumado a la falta de sueño y la comida barata con las cuales resolvía por cuestiones de tiempo. Del otro hombro cargaba mi morral de mayas repleto de guías, un par de libretas llenas de garabatos a los que llamaba apuntes, un tomo enorme de fisiología y mi libro de IT que para ese entonces era lo único que le ponía emoción a mi corazón por las noches, acostado en la cama luego de cenar. Era un muchacho muy tímido. Mi celular vibraba 3 veces al día, casi siempre siendo el remitente mi madre. Luego de las clases, por la tarde, el camino de salida lo recorrí respondiéndole que todo estaba bien, que hablaría con ella en la noche, como hacía desde que me había ido para estudiar. 

Los dolores venían de momentos. Del lado izquierdo, el sueter caído me escondía la mano derecha con los dedos pasando suavemente sobre mi pecho en modo circular, mi ceño fruncido por el dolor y por las colas que me calaría para ir de nuevo al apartamento me estaban cambiando rápidamente los aires, sobre todo a la hora de entrar a la estación subterránea, donde la hora pico haría un festival de anarquía y desorden.

La entrada del metro se dibujó a unas cuadras, el boquete rectangular donde las gentes - también abrigadas- se metían para tomar aquel metalizado vehículo sobre rieles donde convergían tantos cuerpos. Anna Frank tenía razón, uno podía sentirse solo aunque estuviese rodeado de personas..., porque cada mañana y tarde en aquellos vagones, yo me sentía más desgraciado, más solo, más adolorido y más triste.

Un viento gélido bajó por las escaleras. Sopló con fuerza desde la calle y me erizó los vellos de la nunca donde no llegaba el cuello de la camisa. Escuché por el intercomunicador la voz mecánica indicando que se aproximaba el metro y agradeciendo precaución. El dolor en mi pecho había empezado a relevarse en molestia, di golpesitos con mis dedos tratando de buscar alivio mientras aquella máquina chirriaba por los frenos y las personas comenzaban a levantarse, perezosas, desde sus asientos..., una luz de semáforo inició la apertura de aquellas puertas electrónicas, grises, limpias y frías.

Entré poniéndome el sueter y tapándome la cabeza con la capucha, no quería que me viesen con ganas de llorar o no sé, cosas de muchacho. Metí mi mano y sobé nuevamente mi pecho y con la otra buscaba mi libro entre mis papeles de la universidad. Hallé el ejemplar de literatura y lo abrí en donde se asomaba el marcador, lo extendí frente a mi vista, a una cuarta de mano de mi cara mientras me acomodaba los lentes para empezar a entrar en mundos donde se era muy pequeño y peleabas con monstruos enormes, terribles y hambrientos, con la confianza de que podrías vencerlos. Eso era lo que me regalaba King, la valentía para enfrentar problemas treinta veces más grandes que yo con solo la fuerza de mi corazón.

Pero al justo momento de encaminar los pasillos de las letras, el radio de mi visión se fijó en una portada negra, alzada en la misma posición que estaba mi libro, justamente en frente de mi puesto, bajo un cristal donde se veía que el metro empezaba a moverse y a resonar aquellos rieles chillando y gimiendo. El libro, en su portada, podría dibujarlo si quisiera... era una edición más vieja, más antigua y usada, el negro empezaba a ser grisáceo y los hilos de las costuras empezaban a marcarse por aquel lomo desplegado. Era el mismo libro que yo leía. IT, de Stephen King... unos años antes había salido aquella edición, mientras yo había conseguido una nueva hacía pocas semanas en una feria del libro. Aquella situación me arrancó una carcajada por la probabilidad tan diminuta, irrisoria en la que me fijaba. El pecho volvía a dolerme, un par de golpecitos y quedé viendo aquello... unas manos demasiado blancas, delineadas con tanta delicadeza y sujetando el libro con una técnica poco utilizada hasta para los lectores más especializados.

Una cabellera castaña, casi rojiza caía sobre los hombros de aquella mujer, coronados por un pequeño gorro de panda blanco y negro. Mi cuello se estiró todo lo que pudo y mi cabeza se giró para dar mejor alcance a mi vista, teniendo el libro en la misma posición como barrera para esconderme, encontré unos grandes ojos café, llenos de brillo tras unos cristales que servían de película para el movimiento rápido de aquellas ventanas claras. Aquellos grandes, brillantes ojos se deslizaban en armonía con lo que leía, sobre sus mejillas, colores suaves y casi, casi, casi puedo darme el lujo de haberlos creído tibios. La silueta de sus pequeños labios rojos, suavemente mordidos por sus propios dientes delataban la emoción por la aventura en la que se encontraba sumergida.  En aquel momento sus ojos se agrandaron y luego volvieron a enfocar las páginas amarillas del texto, entrecerrando los mismos y sonriendo para sí misma..., un movimiento brusco del metro hizo que cayesen mechones sobre su cara y ella volviendo a reír, reparó en quitárselos lentamente. Quise, deseé ser aquellos cabellos los cuales ella había tocado con tanta feminidad.

Volvía su vista, siempre rápida a pasear las hojas reflejadas vagamente en el cristal de sus gafas..., me quité la capucha que me disminuía la luz pero siempre con el libro en mi cara, pude verla sentada como una criatura de los bosques de Tolkien, imaginaba aquella chica sobre un suelo verde de bosque místico..., entre miles de flores, árboles, vientos meciendo su cabello, el olor que emanaba y mis suspiros, todos de ella..., llegados desde mi escondite detrás de cavernas y lugares oscuros. Ya no era el metro. Ya no era el dolor de mi pecho. Mi corazón latía con tanta fuerza y sobre mi estómago aleteaban miles de criaturas aladas sacadas de universos insospechados, aquella risa había sido el canto de mil pájaros de mañana, como los que había escuchado camino a la universidad.

Violines, violonchelos, trompetas, tambores, guitarras, pianos y coros explotaban desde mis oídos dando conciertos rimbombantes y estrepitosos. Nadie lo escuchaba. La música de aquel fondo, de aquel metro, de aquel bosque, la música me llenaba el corazón de júbilo y una dulzura jamás antes sentida.

Aquellos ojos pararon y giraron lentamente hacia donde estaban los míos. No sé cuánto tiempo estuvo así, viendo a lo que sea que estaba en frente, con el semblante ridículo, la boca abierta, las gafas semi caídas, el cabello revuelto y mi sueter de batman. El pánico se apoderó de mi, pudo explotar algo adentro de mi pecho y ordené que todo aquel concierto se detuviera, agarrando el libro y poniéndomelo en la cara. Temblaba. Mis manos, mi libro temblaba y empezaba a sudar en aquel vagón que fácilmente podría haber estado a 20 grados.

Era demasiado cobarde.

Estuve un gran tramo del metro de esta forma, ignorando lo que mi corazón me pedía a gritos desesperados. Bajar el libro, levantarme, dar tres o cuatro pasos y preguntarle su nombre, invitarla un helado o si quisiera un café, hacerla reír, robarme su corazón, hacerla feliz, ser feliz con ella y otro montón de cosas locas que se me ocurrían. Por alguna razón extraña sentía su mirada tras mi libro, viendo fijamente que yo estaba escondiéndome tras un tomo de lo que justamente ella estaba leyendo.

La voz mecánica anunció mi parada. Bajé el libro y vi una vez más a la ninfa leyendo..., caminé rápidamente por el pasillo y salí por aquel par de puertas. Tomé aire afuera de ese vagón, puse las manos sobre mis rodillas e inhale y exhalé un par de veces como asmático, la tensión había sido brutal. El dolor en mi pecho volvía a pronunciarse y me toqué ahí, con fuerza.

Volteé hacia el vagón de donde había salido, miré por los cristales y ella estaba levantada, apoyada a una de las barras para los que van a pie. Me miraba con un semblante un poco triste, quizá preocupada, me había visto salir del metro y todavía me veía estar de pie, al otro lado del cristal.

Sostuve la mirada un momento..., luego me dejé llevar por un impulso instintivo que sacaría sabe Dios de qué abismos de mi alma, mostrando mi libro, señalé el suyo y susurré sonriendo, como para que pudiese leerme los labios a través de la ventana:

-¡Tenemos el mismo!

Ya no me importaba quedar como un loco, había sentido tantas cosas en esos 20 minutos que la descarga había sido aliviadora para mi; esperando lo peor, me quedé así y ella esbozó otra sonrisa cómplice, tres veces más radiante y más hermosa, pero esta no era producida por textos ni por mechones sobre su cabello, era para mi, un regalo precioso que guardaré por siempre. Asintió sin dejar de sonreírme, sus ojos brillaron como la mejor de las lunas vistas desde siempre y sus mejillas subieron varios tonos de colores hasta llegar al rojizo de sus cabellos, colores tan intensos, y también susurró:

- ¡Sí..., el mismo!


El metro empezó a moverse y los rieles a temblar. Mi sonrisa se desvaneció porque aquí acababa todo, cuando aquel vagón volviese por el túnel. Ella también dejó de sonreír y sintió el metro andar, caminó hacia la puerta pero ésta se encontraba cerrada. Me moví rápidamente hacia ella pero se alejaba más a buena velocidad. Ella trató de bajarse, presionó el botón de la puerta pero ya el metro no iba a parar.

La vi despedirse con amargura, con tristeza de aquellos ojos café, brillosos tras gafas de ventanal. El dolor de pecho volvió y se quedó conmigo..., no era la neuritis de siempre. Desde mi pecho, mi corazón lloraba por dentro.

¿Para qué mencionar los detalles?, por supuesto que tomé el otro metro y bajé en la siguiente estación, luego en la siguiente, y en la próxima y así hasta que se acabaron todas. Llegaba de noche a casa todos los días, recorriendo aquel metro y otros tantos vagones con todas sus estaciones. Me monté a la misma hora múltiples veces y pregunté a las gentes hasta fastidiar.

Ah..., hace tanto tiempo.


A veces cuando pienso en ella, todavía me duele aquí dentro. Nunca jamás volví a verla.







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